Reflexión del Evangelio del Domingo 25 de Marzo (Maximiliano Koch, sj)

En sus Ejercicios Espirituales, san Ignacio invita a que nos acerquemos a contemplar la Pasión del Señor considerando “cómo la Divinidad se esconde”. Durante este tiempo, el hombre que se atrevió a llamar a Dios Padre y que demostró tener poder sobre la enfermedad, los demonios, las rígidas estructuras sociales y religiosas, aparece rendido, abatido, impotente. Será objeto de risas, insultos, castigos y, finalmente, una muerte en cruz. Sí… la divinidad parece esconderse…

La Pasión es una triste historia que muchas veces no queremos recordar. Queremos pasar de página o de día rápidamente, intentando llegar al acontecimiento de la Resurrección para gritar al mundo que verdaderamente Cristo es el anunciado, el salvador, el verdadero Mesías. Pero sólo a través de lo que ocurrió en aquella semana de Pascua judía podemos entendernos como cristianos hoy. Porque en esos tristes acontecimientos donde parece que la divinidad se esconde, Dios reveló plenamente cómo actuaba, a qué invitaba al hombre y mostró qué significa el ser humano para Él.

En efecto, a través de gestos como el lavatorio de los pies, Jesús enseñó que no vino a imponer su voluntad a los hombres sino a servirles. Pudo ponerse de rodillas y actuar del mismo modo como actuaban los sirvientes o esclavos de las casas. Esta cualidad, ciertamente, no coincide con lo que muchos esperan de Dios. Por el contrario, queremos que aparezca un ser que condene tanto el pecado como los pecadores, un dios que juzgue y demuestre su poder definitivamente bajo el sometimiento. Aún hoy rechazamos la imagen de ese Dios que quiere servirnos, ofreciéndonos lo que necesitamos para vivir en plenitud.

Pero Jesús, en esa semana, no sólo sirvió al ser humano, sino que lo amó plenamente. Sólo entregándose para ser crucificado podía mostrar cuál es la medida del amor que Él nos tiene. Asfixiándose, desangrándose, sufriendo insoportables dolores físicos y espirituales, todavía tuvo fuerzas para gritar: “perdónalos, porque no saben lo que hacen”, mostrándonos cuál es la medida de la misericordia. Esta imagen de un Dios que es capaz de amar y perdonar hasta morir también puede ser objeto de rechazo por nosotros. Nos es más fácil primero juzgar y luego actuar en consecuencia. Es más fácil vivir desde relaciones de poder e imposición que desde relaciones horizontales, de entrega. Y, sin embargo, Dios invita a algo distinto, nuevo, liberador, que resulta capaz de plenificarnos.

Finalmente, otro en su camino al Calvario, Jesús también nos enseñó qué somos los seres humanos ante los ojos de Dios. Él sabía que, si entraba en Jerusalén, seguramente sería asesinado porque su figura había creado una fuerte tensión en la sociedad. Y, sin embargo, entró. Sabía que, si permanecía esa noche en la ciudad, lo irían a buscar para ser juzgado, condenado, torturado y asesinado en una cruz. Y, sin embargo, permaneció. Pero todo lo que iba a ocurrir valía la pena para Dios porque, para Dios, el hombre vale la pena. Aunque peque, aunque se equivoque, aunque robe, mienta, asesine, Dios no deja de amar al ser humano y cada uno vale la pena. Esta es la dignidad con la que Dios mira al hombre. Esto nos desconcierta absolutamente, al punto que San Pablo reconocerá que predicar a un Cristo crucificado constituye una locura y una necedad para el mundo. Quizá porque, para nosotros, la humanidad y la vida poco valen, al contrario de la mirada de Dios.

La Divinidad, en la Pasión, pareció esconderse. Y, a la vez, se mostró plenamente en su propuesta, en su modo, en su acción. Realizó una oferta abierta a la humanidad para que viva plenamente. Nosotros seguiremos negociando con nuestras seguridades, comodidades, temores, deseos de aferrarnos a odios y tensiones. Pero la oferta de Dios está allí para que la acojamos en el tiempo, lugar y cantidad oportunas y necesarias, para que podamos hacerla acción en nuestras vidas a través del servicio, del amor, de la misericordia y de la entrega.

Maximiliano Koch, sj
Estudiante Teología

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