Ignacio y la pensión universitaria

Ignacio sabía que para servir mejor y ayudar a los demás había que estudiar, que profundizar, no quedarse con lo “ya conocido”. El 1 de octubre de 1529 comienza en París una etapa de estudios que marcará su vida y la de grandes compañeros de camino.  Aquí lo importante no era sólo el estudio sino el con quién estudiar. Sin buscarlo, a Ignacio le asignan dos compañeros. Dos jóvenes desconocidos pero brillantes: Pedro Fabro y Francisco Javier. Al principio fue compartir una simple habitación, hoy diríamos una “pensión universitaria”, pero poco a poco se transformó en una gran caja de resonancia. Cada palabra, cada mirada y cada gesto de Ignacio iban haciendo eco en los corazones de sus compañeros. No sólo compartían un espacio común, sino que entre conversación y conversación comenzó a cuajar una amistad y a florecer un mundo de inquietudes, deseos y proyectos que marcarán un rumbo. La presencia de Ignacio interpelaba, su experiencia de Dios despertaba interrogantes. Algo contagiaba. A tal punto que, aunque estuvieran bien metidos en los estudios, había un “algo” en las conversaciones al que no podían quedar indiferentes. Cada uno iba poniendo nombre a ese “algo” desde sus personalidades, sus posibilidades y fuerzas. Ignacio ayudaba a que, en ese mundo común compartido en la habitación universitaria, sus compañeros pudieran descubrir que cada uno tenía un “algo” que quemaba por dentro y que tarde o temprano tenía que salir. En esta caja de resonancia, lo que el otro decía y compartía, alimentaba la confianza y fortalecía la sintonía. No sólo tenían una bolsa en común para el sustento diario, sino que tenían un corazón común donde cada uno de lo tres podía recurrir para encontrarse con Dios y alimentar la amistad. Lo que al principio parecían tres vidas diferentes, después de más de cuatro años, el fuego que quemaba por dentro tomaba forma de un sueño común, un deseo de servir a los demás como compañeros. Ahora, la caja de resonancia universitaria buscaba hacerse escuchar en todos los rincones del mundo. Había fuego, había fuerza, había alegría. Lo que antes se discutía en unos pocos metros cuadrados ahora no tenía límites. Era hora de multiplicar, de contagiar y de confiar en que la locura de Dios los quería entregándolo todo, sin peros, sin cálculos.

Tal vez, podemos imaginarnos en esa misma habitación universitaria con Ignacio, Francisco Javier y Pedro Fabro, y preguntarnos ¿de qué calidad son nuestras conversaciones? ¿cómo resuenan nuestras palabras en la vida de los demás?; lo que decimos y hacemos a diario, ¿contagian ánimo, alegría, deseos de servir? ¿Contagian algo de Dios?; lo que conversamos y compartimos, ¿hablan de un pensar y soñar en grande? ¿qué indica el termómetro de mi generosidad?

Marcos Muiño, sj

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