Ignacio y las cadenas

Como sabemos gracias a su autobiografía, San Ignacio estuvo más de una vez en prisión y fue interrogado tanto por el poder civil como el eclesiástico en numerosas ocasiones. La razones de estas persecuciones y cárceles fueron diversas: bien por la adhesión que provocaba, o por la doctrina que enseñaba; por su escasa formación o por los territorios peligrosos en los que transitaba; Ignacio siempre se vio rodeado de sospechas e intrigas de talante político, religioso o ético. Sin embargo, estas experiencias resultaron ser para él una fuente de aprendizaje y de orientación espiritual en su camino de seguimiento de Dios en Cristo. El “hacia” Dios o bien, hacia la mayor Gloria de Dios, es en cada experiencia el criterio hermenéutico para sacar de esa fuente la senda de su camino más fecundo y genuino. Dado que en y a través de cada experiencia, Ignacio descubre con ojos de fe quién es Dios y quién es Ignacio mismo para Dios. Para él, estas experiencias de persecución y cárcel representan una nueva posibilidad para experienciar a Dios y para configurarse con Cristo, entendiendo su propia vida como ofrenda generosa y gratuita.
A partir de esto nos podemos hacer tres preguntas: ¿por qué es tan relevante la experiencia en general? ¿Qué significa configurarse en Cristo? ¿Qué significa en general ofrenda y sacrificio?

En primer lugar necesitamos de la experiencia pues ella nos aporta un conocimiento interno de las personas y de las cosas difícilmente transmisibles. La experiencia, con su dinámica de reiteración de acontecimientos semejantes que la memoria preserva en su tierra, nos aporta un conocimiento singular de lo otro al modo como la madre conoce al hijo debido a la singularísima relación que se reitera y profundiza en múltiples encuentros. La madre difícilmente podrá explicar a nadie como es su saber del hijo, pero sabe de él y presiente cada vez el perfume de su presencia. De la misma manera sucede con Dios: la tradición nos regala algunas referencias, pero cada uno tiene que acometer la empresa, la aventura incomunicable de conocer por primera vez a Dios. Y lo mismo sucede con el propio ser: la tradición familiar y comunitaria nos regalan algunas referencias para entender quiénes somos, pero en el tiempo de nuestra existencia nos toca ir conociendo por primera vez el singularísimo destino y la verdadera cara de nuestra identidad. Hay por tanto una no experiencia y un fondo de no saber sobre nosotros mismos y sobre Dios que precisa ser asumido: ¿Cuánto no sabemos de nuestro singularísimo destino y el de los otros destinos humanos? ¿Cuánto no sabemos de Dios? Respecto de esta no experiencia o “misterio”, la experiencia es el acontecimiento de cierta re-velación: el velo que cubre y muestra ese fondo que somos y que posibilita el viaje.

En segundo lugar está la configuración en Cristo. Desde la relación singular con él, con su misterio siempre joven que las experiencias manifiestan, se da el paso de un compromiso de amistad y seguimiento. Estando con él, nos dejamos impregnar por el perfume de su presencia hasta el punto en que este transforma nuestra figura haciéndonos más semejantes a él. Su belleza, su Gloria, no sólo nos seduce y atrae sino que también nos transforma lentamente venciendo nuestras resistencias. Con nuestro tímido sí al seguimiento él hace mucho, nos seduce y libera. En cada experiencia, sea de gozo o de dolor, de bien o de pecado manifiesto, el explícito permanecer con él nos configura con sus modos de sobrellevar dichas situaciones y convertirlas en ofrendas para Dios Padre.

Por ello, en tercer lugar está la ofrenda o la entrega de sí hacia la cual el misterio de Cristo nos empuja. Dice San Ignacio: ¿Pues tanto mal les parece que es la prisión? Pues yo les digo que no hay tantos grillos ni cadenas en Salamanca, que yo no deseo más por amor de Dios. Incluso el impedimento y la impotencia propio de la prisión, en el seno de una relación sentida con el misterio de Dios en Cristo, puede ser ocasión de ofrenda. En última instancia, la última entrega de Jesús es las de sus llagas y su cuerpo roto en la cruz. La ofrenda existencial de sí supone entregarle todo: los triunfos y las derrotas, las llagas, el propio pecado y la finitud de nuestro ser.

Ignacio Puiggari, sj

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