Espiritualidad y apostolado

Pienso poder sintetizar lo que hoy considero más importante en una pregunta: ¿cómo podríamos asegurar y robustecer nuestra vida espiritual y nuestro apostolado, como un todo perfectamente integrado, de forma que nuestra vida y actividades resulten realmente evangelizadoras y anuncien eficazmente a Jesucristo hoy? 

No se trata, como bien pueden suponer, de preguntas retóricas. Me lleva a hacérmelas, y a proponérselas. Estas consideraciones revelan un verdadero problema de fondo, a saber: la falta de esa profunda experiencia personal de fe y también de esa integración real de vida espiritual y apostolado (fe y misión) que han de penetrar y dinamizar todos los aspectos de nuestra vida. En otros términos, la necesidad de realizar también hoy de manera concreta el “contemplativos en acción”, de modo que no sea meramente una frase, un “slogan”, sino una realidad vivida. El mundo de hoy nos exige  una vida interior integrada en forma muy profunda y muy personal. La misma “utopía” de la misión apostólica no es pensable y hasta ni siquiera formulable sin esa integración.

Traducida esta afirmación a nuestro momento presente significa que: Ser testigos de Jesús siempre, pero más en nuestro mundo secularizado, requiere hombres de fe, de amplia experiencia de Dios y generosa comunicación de esa experiencia.

Vivir concretos objetivos sólo es posible desde una experiencia personal de fe en Jesús y como obvia expresión y realización de ésta. Tener hoy la intuición y el valor de realizar creativamente nuestras opciones apostólicas prioritarias, rompiendo generosamente con connaturales inercias, requiere una docilidad al Espíritu que no se consigue sino como un don, fruto de humilde escucha de ese Espíritu en el seno de una vida verdaderamente de oración.

Mantener el sentido apostólico, de todas nuestras actividades sólo será posible desde una consciente vivencia espiritual personal compartida comunitariamente. Más aún, cuando las exigencias de la misma evangelización sólo permitan o aconsejen una manifestación implícita de nuestra fe, tanto más viva habrá de ser esa fe en nosotros, más explícita para nosotros mismos la intencionalidad apostólica que nos justifica en esas actividades, y más exigente la coherencia de nuestra propia vida con esa fe. Todo ello es impensable sin un don de Dios implorado en humilde oración. Vivir hoy, en todo momento y en toda misión, el “contemplativos en acción”, supone un don y una pedagogía de oración que nos capacite para una renovada “lectura” de la realidad (de toda realidad) desde el Evangelio y para una constante confrontación de esa realidad con el Evangelio.

Finalmente, hoy,  se nos ha hecho claro que la fe no es algo adquirido de una vez para siempre, sino que puede debilitarse y hasta perderse, y necesita ser renovada, alimentada y fortalecida constantemente. De ahí que vivir nuestra fe y nuestra esperanza a la intemperie, “expuestos a la prueba de la increencia y de la injusticia”, requiera de nosotros más que nunca la oración que pide esa fe, que tiene que sernos dada en cada momento. La oración
nos da a nosotros nuestra propia medida, destierra seguridades puramente humanas, y nos prepara así, en humildad y sencillez, a que nos sea comunicada la revelación que se hace únicamente a los pequeños (Lc. 10,21).

Pedro Arrupe, sj

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