Reflexión del Evangelio del Domingo 30 de Abril (Franco Raspa, sj)

Evangelio según San Lucas 24, 13-35

El primer día de la semana, dos de los discípulos iban a un pequeño pueblo llamado Emaús, situado a unos diez kilómetros de Jerusalén. En el camino hablaban sobre lo que había ocurrido. Mientras conversaban y discutían, el mismo Jesús se acercó y siguió caminando con ellos. Pero algo impedía que sus ojos lo reconocieran. Él les dijo: “¿Qué comentaban por el camino?”. Ellos se detuvieron, con el semblante triste, y uno de ellos, llamado Cleofás, le respondió: “¡Tú eres el único forastero en Jerusalén que ignora lo que pasó en estos días!”. “¿Qué cosa?”, les preguntó. Ellos respondieron: “Lo referente a Jesús, el Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y en palabras delante de Dios y de todo el pueblo, y cómo nuestros sumos sacerdotes y nuestros jefes lo entregaron para ser condenado a muerte y lo crucificaron. Nosotros esperábamos que fuera él quien librara a Israel. Pero a todo esto ya van tres días que sucedieron estas cosas. Es verdad que algunas mujeres que están con nosotros nos han desconcertado: ellas fueron de madrugada al sepulcro y al no hallar el cuerpo de Jesús, volvieron diciendo que se les habían aparecido unos ángeles, asegurándoles que él está vivo. Algunos de los nuestros fueron al sepulcro y encontraron todo como las mujeres habían dicho. Pero a él no lo vieron”. Jesús les dijo: “¡Hombres duros de entendimiento, cómo les cuesta creer todo lo que anunciaron los profetas! ¿No era necesario que el Mesías soportara esos sufrimientos para entrar en su gloria?”. Y comenzando por Moisés y continuando con todos los profetas, les interpretó en todas las Escrituras lo que se refería a él. Cuando llegaron cerca del pueblo adonde iban, Jesús hizo ademán de seguir adelante. Pero ellos le insistieron: “Quédate con nosotros, porque ya es tarde y el día se acaba”. Él entró y se quedó con ellos. Y estando a la mesa, tomó el pan y pronunció la bendición; luego lo partió y se lo dio. Entonces los ojos de los discípulos se abrieron y lo reconocieron, pero él había desaparecido de su vista. Y se decían: “¿No ardía acaso nuestro corazón, mientras nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?”. En ese mismo momento, se pusieron en camino y regresaron a Jerusalén. Allí encontraron reunidos a los Once y a los demás que estaban con ellos, y estos les dijeron: “Es verdad, ¡el Señor ha resucitado y se apareció a Simón!”. Ellos, por su parte, contaron lo que les había pasado en el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan.


En el evangelio de este 3er domingo de Pascua, la liturgia nos propone seguir contemplando las apariciones del Resucitado. En esta ocasión, veremos de qué modo Lucas nos narra el encuentro del Señor con los caminantes de Emaús.

El relato nos ubica ante dos de los discípulos de Jesús. Hombres que, entristecidos, caminan más tratando de escapar de la desolación, que por tener un lugar un horizonte al cual dirigirse. Ellos habían sido testigos de la muerte del Maestro. Aquel que les había hablado de la vida, hoy estaba muerto. ¿Cómo entender, cómo seguir después de esto? Experiencia que, seguramente nos habrá tocado de cerca en algún momento de nuestras vidas. Lugares que, nos han dado vida, y de un momento a otro se han terminado.

Paradójicamente, en ese lugar de dolor y de incomprensión; el Resucitado, que ha atravesado la muerte, nos sale al encuentro. Él es el que se pone en nuestra búsqueda. Por eso lo más importante, no es lo que podamos hacer nosotros en esos momentos; sino más bien es lo Jesús pueda hacer en nosotros, si le abrimos una senda en nuestro corazón. Allí, como les sucedió a estos tristes caminantes, el Señor comienza a derramar su pedagogía en tres pasos, que nos hace pasar de la muerte a la vida.

Primero, el Señor les hace que hagan memoria de lo que habían recibido en el pasado. Recordar, es ir a aquellos espacios de promesa en nuestras vidas, y dar gracias a Dios por ellos.

El segundo movimiento del Resucitado en el hombre, es a través del entendimiento del corazón. Haciéndolo capaz de percibir, el modo que Dios tiene de manifestarse en el presente de su propia vida. De este modo, el Señor rescata a sus discípulos de quedar aferrados al dolor, abriéndolos al misterio de su presencia en el pan compartido. En este segundo paso, el Señor desciende a lo profundo del corazón del discípulo, y abre los cerrojos de la prisión en la que se había encerrado. La llave, del calabozo en la que tantas veces nos recluimos, se encuentra en la entrega de la propia vida, como el pan compartido del resucitado.

Finalmente, en el desprendimiento del corazón, se inicia el 3er movimiento de Dios. La voluntad, que impulsa a los amigos de Jesús hacia delante, al futuro. En el reconocimiento de la acción del Resucitado, los discípulos de Jesús se ponen en camino. Pero ya no lo hacen en la dirección que los llevaba en su huida del dolor, sino que, con la luz del resucitado, regresan al lugar de muerte, que poco a poco, viene transformándose en lugar de nueva vida.

Pidamos nosotros también a Dios en este domingo, la gracia de hacer memoria de su presencia en nuestra vida, reconocerlo actuando en nuestra cotidianeidad; y sobre todo que nos dé la fuerza, que rompe los cerrojos de nuestra soledad, y nos abre a la alegría que trae el compartirnos con los demás.

Franco Raspa, sj

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