Reflexión del Evangelio del Domingo 19 de Agosto (Francisco Bettinelli, sj)

Evangelio según San Juan 6, 51-59

Jesús dijo a los judíos: “Yo soy el pan vivo bajado del cielo. El que coma de este pan vivirá eternamente, y el pan que yo daré es mi carne para la Vida del mundo”. Los judíos discutían entre sí, diciendo: “¿Cómo este hombre puede darnos a comer su carne?”. Jesús les respondió: “Les aseguro que si no comen la carne del Hijo del hombre y no beben su sangre, no tendrán Vida en ustedes. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene Vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día. Porque mi carne es la verdadera comida y mi sangre, la verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él. Así como yo, que he sido enviado por el Padre que tiene Vida, vivo por el Padre, de la misma manera, el que me come vivirá por mí. Este es el pan bajado del cielo; no como el que comieron sus padres y murieron. El que coma de este pan vivirá eternamente”. Jesús enseñaba todo esto en la sinagoga de Cafarnaúm.


Si me preguntan quién es Jesús, no me sería fácil responder esa pregunta en pocas palabras. Él, en cambio, hace sencillo lo difícil. En el Evangelio de hoy nos dice: “Yo soy el pan vivo bajado del cielo”. No se presenta como una comida lujosa, fina, selecta. Es pan. Se define a sí mismo con el alimento más común en su época, el que estaba en todas las casas, especialmente en las más pobres. Pan amasado, pan hecho con cariño, pan puesto en la mesa. El pan no se le niega a nadie. Se comparte. Pan cotidiano. Pero no es cualquier pan, es el pan vivo bajado del cielo. Frente a la idea de un Dios omnipotente, tan perfecto que se parece hacerse lejano allá en los cielos, Jesús hace bajar a Dios del cielo. Trae a Dios a la vida de todos los días, lo pequeño, lo sencillo. Trae el cielo a la tierra para que la tierra sea más cercana al cielo. Este Dios inmenso se hace chico, se hace pan, pan que se parte y se reparte, pan que alimenta. Pan que se entrega. Dios en Jesús se hace cercano a la humanidad, se hace uno más de nosotros. Nos busca. Se entrega para alimentarnos, para darnos vida, para mostrarnos que lo propio de Dios es entregarse por nosotros.

Nos dice también que su carne es la verdadera comida; su sangre, la verdadera bebida. Si hay una comida y una bebida verdadera es porque también hay comidas y bebidas falsas. Podríamos decir que, así como hay un pan de vida, también hay un pan de muerte, pan engañoso, que parece que nos alimenta pero que en realidad nos esclaviza, nos hace desperdiciar la vida, nos la va quitando. En efecto, todos necesitamos alimentarnos, la gran pregunta es con qué lo hacemos. En esto se va la vida, distinguiendo y reconociendo los panes de vida de los panes de muerte. Discernir, saber distinguir en la vida cotidiana aquello que me da vida de aquello que me la hipoteca, saber elegir, amar aquello que elijo. Por ahí va una pregunta fundamental: ¿De qué me alimento en mi vida? ¿Cuáles son las personas, lugares y espacios que me dan vida, dónde entrego la vida? Por el contrario, ¿cuáles son esos “falsos panes”, esas alegrías y amores aparentes, engañosos, que me terminan empequeñeciendo, haciéndome mezquino, dejándome en soledad?

“El que come mi pan y bebe mi sangre permanece en mí y yo en Él”. Saber permanecer, estar con Cristo para dejar que Él permanezca en mí, para que de a poco me vaya transformando en imagen suya. Así como Jesús es pan que se entrega, de poco sirve recibir el pan del Señor si nuestra vida no se vuelve también imagen de esa entrega. Entrega que va en búsqueda de aquellos espacios y personas donde Cristo espera ser acompañado, ser consolado, ser querido…

Francisco Bettinelli, sj
Estudiante Teología

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