Las virtudes paganas son razonables, mientras que las virtudes cristianas de la fe, la esperanza y la caridad no podrían ser, en esencia, menos razonables. Como el término «razonable», y su contrario, pueden
prestarse a confusión, tal vez el asunto se acote más si decimos que cada una de esas virtudes cristianas entraña una paradoja en su naturaleza, y que eso no es así en el caso de las virtudes paganas o racionales, por ejemplo la justicia o la templanza. La justicia consiste en encontrar algo que corresponde a un hombre y dárselo. La templanza consiste en hallar el límite adecuado a una situación concreta y regirse por este límite. Pero la caridad significa perdonar lo imperdonable, pues si no, no es virtud ni es nada. La esperanza significa esperar cuando la situación resulta desesperada, pues si no, no es virtud ni es nada. Y la fe significa creer en lo increíble, pues si no, no es virtud ni es nada.
La fe no resulta nada moderna, y suele criticarse desde todas las bandas por el hecho de constituir, precisamente, una paradoja. Todo el mundo repite, burlón, la definición infantil según la cual la fe es «el poder de creer lo que sabemos que es falso». Y sin embargo no hay nada que resulte más paradójico que la esperanza y la caridad. La caridad es el poder de defender lo que sabemos que es indefendible. La esperanza es el poder de permanecer alegres en circunstancias que sabemos desesperadas. Es cierto que existe un estado de esperanza que pertenece a las brillantes perspectivas de la mañana, pero esa no es la virtud de la esperanza. La virtud de la esperanza existe sólo tras un terremoto, durante un eclipse. Es cierto que existe algo que suele llamarse caridad, y que equivale a la caridad que se ejerce con los pobres, que se lo merecen. Pero la caridad ejercida con quienes la merecen no es en absoluto caridad, sino justicia. Son quienes no la merecen los que la necesitan, y el ideal, o bien no existe en absoluto, o bien existe del todo para ellos. Por razones prácticas, es en el momento desesperado cuando nos hace falta el hombre esperanzado, y esa virtud, o bien no existe en absoluto, o bien empieza a existir en ese momento. Exactamente en ese instante en que la esperanza deja de ser razonable y pasa a ser útil.
Herejes, capítulo XII, G.K. Chesterton