Reflexión del Evangelio del Domingo 08 de Abril (Patricio Alemán, sj)

Evangelio según San Juan 20, 19-31

Al atardecer del primer día de la semana, los discípulos se encontraban con las puertas cerradas por temor a los judíos. Entonces llegó Jesús y poniéndose en medio de ellos, les dijo: “¡La paz esté con ustedes!”. Mientras decía esto, les mostró sus manos y su costado. Los discípulos se llenaron de alegría cuando vieron al Señor. Jesús les dijo de nuevo: “¡La paz esté con ustedes! Como el Padre me envió a mí, yo también los envío a ustedes”. Al decirles esto, sopló sobre ellos y añadió: “Reciban el Espíritu Santo. Los pecados serán perdonados a los que ustedes se los perdonen, y serán retenidos a los que ustedes se los retengan”. Tomás, uno de los Doce, de sobrenombre el Mellizo, no estaba con ellos cuando llegó Jesús. Los otros discípulos le dijeron: “¡Hemos visto al Señor!”. Él les respondió: “Si no veo la marca de los clavos en sus manos, si no pongo el dedo en el lugar de los clavos y la mano en su costado, no lo creeré”. Ocho días más tarde, estaban de nuevo los discípulos reunidos en la casa, y estaba con ellos Tomás. Entonces apareció Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio de ellos y les dijo: “¡La paz esté con ustedes!”. Luego dijo a Tomás: “Trae aquí tu dedo: aquí están mis manos. Acerca tu mano: métela en mi costado. En adelante no seas incrédulo, sino hombre de fe”. Tomás respondió: “¡Señor mío y Dios mío!”. Jesús le dijo: “Ahora crees, porque me has visto. ¡Felices los que creen sin haber visto!”. Jesús realizó además muchos otros signos en presencia de sus discípulos, que no se encuentran relatados en este Libro. Estos han sido escritos para que ustedes crean que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y creyendo, tengan Vida en su Nombre.


En este segundo domingo de Pascua, domingo en que celebramos la Divina Misericordia, la liturgia nos ofrece unas lecturas que nos permiten continuar celebrando y profundizando el misterio de la Resurrección del Señor. Ante todo, el evangelio de hoy nos presenta la escena del encuentro del Resucitado con Tomás y el resto de los discípulos.

Jesucristo irrumpe en el lugar donde se encontraban. Los discípulos tenían miedo y se encontraban con las puertas cerradas del lugar. El miedo muchas veces nos conduce al encierro, es decir, a esperar que de alguna manera misteriosa las cosas se resuelvan. Es una espera pasiva y engañosa. Pero, cómo esperar y creer en la vida cuando el dolor y la impotencia es tan grande; cuando la desesperanza y la resignación parecen vencernos. Cómo poder dejar las puertas abiertas si somos testigos del asalto y los saqueos de sueños y esperanzas. Más todavía, cómo dejar las puertas abiertas del propio corazón sabiendo que ello implica dejar ir personas y lugares. Cómo abrir las puertas del corazón sin miedo a ser lastimados. Cómo abrir las puertas del corazón sin el temor a ser lastimados o violentados.

El Señor se hace presente en medio de sus discípulos, y el primer don que regala es la paz: “la paz esté con ustedes”. O, dicho de otro modo, “no tengan miedo”. Como aquella vez que, en medio de la tormenta, se les apareció caminando sobre el mar. La paz del Señor viene a calmar aquellos miedos que nos hacen dudar. Viene a iluminar las realidades oscurecidas por la desesperanza y la resignación. Y para ello, el Resucitado nos entrega un segundo “don”: el Espíritu. Pero más que un don, el Espíritu Santo es parte esencial del amor de Dios a la humanidad. El Resucitado y el Espíritu revelan el infinito amor de Dios Trinitario con toda la humanidad y su historia. El amor que Dios tiene sobre cada una de nuestras historias. Precisamente, es tan grande el amor hacia nosotros, que fue Él quien “nos amó primero”, quien nos “primereó” y se atrevió a poner su dedo sobre nuestras heridas para conocerlas y sanarlas. Un Amor que no se cansa de perdonar, de reconciliar, de traer paz.

Pero en el relato, hay dos apariciones del Resucitado a sus discípulos: una sin la presencia de Tomás, y otra con él presente. En la segunda aparición, invita a Tomás a poner su dedo en el costado y las manos atravesadas por la crucifixión. De ese modo, Tomás no sólo conoce, sino que participa de la resurrección. Para tener parte en la vida del Resucitado y en la vida resucitada, no alcanza sólo con contemplar las heridas, sino que es necesario poner nuestras manos allí mismo. Poner las manos y el corazón en las realidades del dolor y la desesperanza, para reconocer allí la Vida resucitada; la vida que sigue venciendo a las dinámicas de la muerte. El Amor que sigue manifestándose en medio de nuestra cerrazón; un Amor mayor que nuestros miedos y dudas.

En este domingo de la Divina Misericordia, pidamos la gracia de recibir el Espíritu de reconciliación y perdón. Y que, al recibirlo, se nos permita participar de la Vida resucitada para anunciarla y construirla en medio de las realidades heridas y oscuras de nuestra historia y nuestro presente. Que el Espíritu de misericordia nos permita salir de nuestros miedos para volver a creer y confiar en Dios, en nosotros mismos, y en nuestros hermanos y hermanas.

Patricio Alemán, sj
Estudiante Teología

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