Reflexión del Evangelio del Domingo 9 de Octubre (Franco Raspa, sj)

Evangelio según San Lucas 17, 11-19

Mientras se dirigía a Jerusalén, Jesús pasaba a través de Samaría y Galilea. Al entrar en un poblado, le salieron al encuentro diez leprosos, que se detuvieron a distancia y empezaron a gritarle: “¡Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros!”. Al verlos, Jesús les dijo: “Vayan a presentarse a los sacerdotes”. Y en el camino quedaron purificados. Uno de ellos, al comprobar que estaba sanado, volvió atrás alabando a Dios en voz alta y se arrojó a los pies de Jesús con el rostro en tierra, dándole gracias. Era un samaritano. Jesús le dijo entonces: “¿Cómo, no quedaron purificados los diez? Los otros nueve, ¿dónde están? ¿Ninguno volvió a dar gracias a Dios, sino este extranjero?”. Y agregó: “Levántate y vete, tu fe te ha salvado”.


En el evangelio de este domingo, Lucas nos habla del encuentro de Jesús con un grupo de leprosos. El relato se divide en dos escenarios. Una sola historia, relatada en dos tiempos, por la cual el evangelista profundizará en el mensaje del Señor.

La salida al encuentro de Jesús por parte de un grupo de leprosos, marco del primer momento del relato, nos ubica frente aquellos que lo habían perdido todo. La enfermedad, en tiempos de Jesús, marginaba a las personas del resto de la sociedad. Los convertía en despreciables, pecadores, condenándolos andar errantes en busca de consuelo.

¿Cómo no pensar hoy en la indiferencia del mundo frente los refugiados, que salen al encuentro pidiendo ayuda? ¿Cómo no preguntarnos por nuestra falta de interés frente a los más pobres de nuestro país? ¿Cómo no sentirnos interpelados por nuestra apatía, frente a aquella o aquel extraño, que hoy toca la puerta de nuestro hogar? Todos ellos, como los leprosos que se detienen a distancia frente al Señor, levantan hoy su voz diciéndonos “ten compasión de nosotros”.

Sin embargo, podríamos pensar también de qué modo nosotros mismos hemos pasado por momentos, en los que la vida nos ha dejado en la intemperie. ¿De qué modo me miro el Señor en esos instantes? ¿Cuáles fueron sus palabras? El evangelista, no nos describe qué vieron los leprosos en los ojos del Señor, sino, lo que oyeron. Una palabra, que los hacía retornar confiados y les abría a la vida.

Lo sucedido en el camino, marca en el relato de Lucas, la apertura al segundo momento de nuestra historia. En el camino, guiados por la confianza de aquellos ojos que los había mirado distinto, se sucede el milagro. Con cada paso, a través del sendero marcado por Jesús, los leprosos, veían caer poco a poco las capas de indignidad, que los había marginado del resto de los hombres. Si bien el milagro, posee la cualidad de sorprendernos, aloja también el peligro de dejarnos encerrados en nosotros mismos. Deleitándonos en nuestra propia experiencia.

El relato continúa, indicando que solo uno de los diez, cae en la cuenta de haber sido sanado. Ese solo, deja que en él se lleve a cabo el segundo movimiento que provoca la confianza y la fe en nuestro Señor, la gratitud. Este caudal, que brota del corazón desbordado por la gracia, hace que tornemos nuevamente nuestra mirada al Cristo de Dios. La fe en Jesús, de este hombre que regresa, lo libera de no quedar encerrado en el milagro. Esa misma fe, que nos hace ver más allá de nosotros mismos, es la que nos hace ver en el rostro del otro, la mirada del Señor.

La escena, termina con Jesús interrogando al hombre que, arrojado ante sus pies, no para de alabarlo. Cómo ¿No eran diez, y los otros nueve dónde están? ¿Ninguno volvió a dar gracias, sino este extranjero? Preguntas que no pretenden respuestas, sino sorpresas en cada uno de nuestros corazones.

El discurso final del Señor al que, aún permanece postrado en tierra en señal de agradecimiento, se convierte en palabras de vida, envío y sobreabundancia. “Levántate y vete tu fe te ha salvado”. El evangelio, palabra de Dios que transforma nuestras vidas, rompe las barreras de mi intimidad. Porque el milagro de nuestra salvación, se haya tanto en aquello operado por Dios gratuitamente en nuestra vida; pero más aún, en la acción de gracias del hombre, que en su libertad es capaz de levantar los ojos al cielo, y sentirse abrazado por el Dios de la vida.

Pidamos el Señor en este domingo, que envíe su Espíritu a nuestros corazones, para que el don de la fe que nos ha sido dado, nos mueva a ir más allá del milagro operado en nuestras propias vidas. Abriéndonos al rostro del pobre, del extraño y del extranjero, portadores de la Salvación de Jesús.

Franco Raspa, sj
Estudiante Teología

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