Reflexión del Evangelio del Domingo 25 de Septiembre (Maximiliano Koch, sj)

Evangelio según San Lucas 16, 19-31

Jesús dijo a los fariseos: Había un hombre rico que se vestía de púrpura y lino finísimo y cada día hacía espléndidos banquetes. A su puerta, cubierto de llagas, yacía un pobre llamado Lázaro, que ansiaba saciarse con lo que caía de la mesa del rico; y hasta los perros iban a lamer sus llagas. El pobre murió y fue llevado por los ángeles al seno de Abraham. El rico también murió y fue sepultado. En la morada de los muertos, en medio de los tormentos, levantó los ojos y vio de lejos a Abraham, y a Lázaro junto a él. Entonces exclamó: “Padre Abraham, ten piedad de mí y envía a Lázaro para que moje la punta de su dedo en el agua y refresque mi lengua, porque estas llamas me atormentan”. “Hijo mío, respondió Abraham, recuerda que has recibido tus bienes en vida y Lázaro, en cambio, recibió males; ahora él encuentra aquí su consuelo, y tú, el tormento. Además, entre ustedes y nosotros se abre un gran abismo. De manera que los que quieren pasar de aquí hasta allí no pueden hacerlo, y tampoco se puede pasar de allí hasta aquí”. El rico contestó: “Te ruego entonces, padre, que envíes a Lázaro a la casa de mi padre, porque tengo cinco hermanos: que él los prevenga, no sea que ellos también caigan en este lugar de tormento”. Abraham respondió: “Tienen a Moisés y a los Profetas; que los escuchen”. “No, padre Abraham, insistió el rico. Pero si alguno de los muertos va a verlos, se arrepentirán”. Pero Abraham respondió: “Si no escuchan a Moisés y a los Profetas, aunque resucite alguno de entre los muertos, tampoco se convencerán”.


Al escuchar la lectura que la liturgia propone para este domingo, podemos caer en la tentación de fijar la mirada en el rico y examinar nuestras vidas en torno a él: la ropa que uso, ¿puede asemejarse al púrpura y lino finísimo que usaba? Mis comidas, ¿son como aquellos banquetes que celebraba, mientras hay gente en la calle que busca en la basura algo para saciar su estómago? ¿Seré juzgado y –por estas actitudes- condenado cuando llegue el final de mis días en este mundo?

La tentación de identificarnos con el rico tiene sentido: al igual que él, deseamos tener éxito en nuestras vidas, ser reconocidos, admirados. Deseamos que nuestro dinero pueda comprar todo aquello que se nos ofrezca. Y estamos tan enfocados en estos objetivos que olvidamos a los demás o sentimos que su suerte poco tiene con la nuestra.

Por el contrario, resulta casi imposible identificarnos con Lázaro. Ese “pobre” representa todo aquello que tememos: ser fracasados, rechazados, dependientes, olvidados, sin acceso al mundo material. Él es aquello que nosotros no queremos ser. Por ello, no podemos y no queremos –aunque de ello dependa la salvación eterna- ser Lázaros que habitan en este mundo.

El juicio de Abrahám parece inflexible y cuestiona nuestro estilo de vida. No sólo pone en jaque lo que tenemos y lo que hacemos, sino también nuestro modo de juzgar a los demás. El Evangelio parece ponernos en una encrucijada: ¿cuál salvación prefiero? ¿La de aquí, que puedo tocar y gustar y que me pone en sintonía con el modo de vivir de la sociedad? ¿O aquélla, que no sé bien en qué consiste, que se trata solo de una promesa y que, además, implica romper con los cánones sociales?

Pero no se trata de escoger entre dos “salvaciones”, la de este mundo o la del otro. Se trata de escoger si deseo vivir desde el temor o desde el amor.

Vivir desde el temor a ser Lázaros nos lleva a centrarnos en nosotros mismos procurando escapar de la debilidad, a la que asociamos con el sufrimiento. Esto nos lleva a imponernos sobre otros, mostrarnos fuertes e impermeables ante las necesidades de los demás. Pero en esta necesidad de ser fuertes, no sólo lastimamos a otros, sino que rechazamos una parte importante de nosotros mismos.

El Dios que Jesús ha revelado nos invita a una vida distinta, donde sea el amor lo que conduzca nuestros pasos para adoptar las opciones más profundas. Este Dios no quiere que le temamos, sino que acojamos su amor. Se muestra como un Padre que nos espera, acompaña, acoge, sostiene. Un Dios que es todo amor y espera que nuestra respuesta sea también de amor, jamás de temor. Y nos invita a que nos relacionemos con otros hombres bajo los mismos principios y códigos.

Tendremos que aceptar y asumir nuestra condición de debilidad, la misma que Jesús asumió cuando se encarnó. Tendremos que aceptar que no podemos ser dioses y no podemos escapar de la muerte, la soledad, la enfermedad, los sufrimientos y, aún, de profundos dolores que otros hombres pueden causarnos. Porque, en definitiva, la vida a la que Jesús nos invita implica poner nuestras vidas en las pobres manos de otros –tal como hizo Lázaro- sin olvidarnos de acoger, con nuestras pobres manos, otras vidas –tal como debió hacer el rico, que no tiene nombre en el Evangelio-. Pero no desde el temor, sino porque se nos ha mostrado que en esto consiste ser profundamente humanos.

Maximiliano Koch, sj
Estudiante Teología

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