Reflexión del Evangelio del Domingo 04 de Junio (Emmanuel Sicre, sj)

Evangelio según San Juan 20, 19-23

Al atardecer del primer día de la semana, los discípulos se encontraban con las puertas cerradas por temor a los judíos. Entonces llegó Jesús y poniéndose en medio de ellos, les dijo: “¡La paz esté con ustedes!”. Mientras decía esto, les mostró sus manos y su costado. Los discípulos se llenaron de alegría cuando vieron al Señor. Jesús les dijo de nuevo: “¡La paz esté con ustedes! Como el Padre me envió a mí, yo también los envío a ustedes”. Al decirles esto, sopló sobre ellos y añadió: “Reciban el Espíritu Santo. Los pecados serán perdonados a los que ustedes se los perdonen, y serán retenidos a los que ustedes se los retengan”.

Como cada año la liturgia de la Iglesia nos invita a celebrar la venida del Espíritu Santo cincuenta días después de la Resurrección del Señor. ¿Qué significa esta fiesta tan importante para la vida de los cristianos que ven en ella en nacimiento de la Iglesia?

Lo que celebramos es el cumplimiento de la promesa que Jesús hizo al partir de este mundo al Padre: el envío del Espíritu que nos sostendría en nuestra misión. Por eso, el relato de Juan nos cuenta cómo Jesús sopló sobre los discípulos, al igual que Dios sobre Adán, para que recibieran una fuerza con la que podrían hasta perdonar los pecados.

Para los primeros cristianos era vital recordar la fuerza del Espíritu en la comunidad porque los inicios de la Iglesia fueron muy duros. Las divisiones, las tensiones dentro de la comunidad entre los que eran judíos y no lo eran, pero creían en Jesús, las discriminaciones, las persecuciones que recibieron al creer en el Nazareno los tenían “encerrados por miedo a los judíos”, toda esta experiencia difícil necesitaba un principio unificador que les hiciera vivir lo que habían sido llamados a ser: un cuerpo, el cuerpo de Cristo Resucitado.

¿Quién podría sino el Espíritu de Dios ser el único capaz de integrar la dispersión, armonizar las diferencias, reconciliar la diversidad de carismas en una heterogeneidad fecunda, hacer comprender lo distinto, dar fuerza para pronunciar el nombre de Jesús a la cantidad de personas venidas de distintas partes que habían sido bautizadas? Pero para ello era necesario abrir las puertas, perder el miedo y confiar en el Señor de la historia.

La celebración de la venida del Espíritu Santo viene a decirnos que, para poder creerle a Jesús aquello de que está con nosotros hasta el fin del mundo, es necesario percibirnos habitados por el dulce huésped del alma que hemos recibido en el bautismo. Es decir, en el momento en que la comunidad nos invita a vivir configurados con Cristo.

Así, cuando caemos en la cuenta del Espíritu en nuestra vida, percibimos un plus de nosotros mismos, algo no inventado por nuestra mente, no generado por lo que pudimos hacer ni ser, sino donado, dado desde adentro como un borbotón de agua fresca que nos nace y nos conecta con los demás para hacer el bien.

Es como un asalto de la conciencia que nos avisa de la bendición de Dios que con su Espíritu está obrando incesante en nuestra vida para generar dinámicas de paz, de justicia y amor.

¿Y qué hace el Espíritu en nuestro interior más íntimo? Nos regenera, nos repara, nos justifica, nos salva, nos vivifica y desata, nos dota, nos consuela, nos eleva, nos ahonda, nos perdona y nos abre a los demás para amarlos como Cristo nos amó.

Pidamos al Señor esta gracia de sentirnos habitados por el dulce huésped del alma.

Emmanuel Sicre, sj

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