Reflexión del Evangelio del Domingo 29 de Mayo (Matías Yunes, sj)

Evangelio según San Lucas 9, 11-17

Pero la multitud se dio cuenta y lo siguió. El los recibió, les habló del Reino de Dios y devolvió la salud a los que tenían necesidad de ser curados. Al caer la tarde, se acercaron los Doce y le dijeron: «Despide a la multitud, para que vayan a los pueblos y caseríos de los alrededores en busca de albergue y alimento, porque estamos en un lugar desierto». Él les respondió: «Denles de comer ustedes mismos». Pero ellos dijeron: «No tenemos más que cinco panes y dos pescados, a no ser que vayamos nosotros a comprar alimentos para toda esta gente». Porque eran alrededor de cinco mil hombres. Entonces Jesús les dijo a sus discípulos: «Háganlos sentar en grupos de cincuenta». Y ellos hicieron sentar a todos. Jesús tomó los cinco panes y los dos pescados y, levantando los ojos al cielo, pronunció sobre ellos la bendición, los partió y los fue entregando a sus discípulos para que se los sirvieran a la multitud. Todos comieron hasta saciarse y con lo que sobró se llenaron doce canastas.


Nuestra vida, en manos de Jesús, se transforma en vida para otros.

¿Cuántas veces hemos escuchado el relato de la multiplicación de los panes quedándonos solamente en que se trata de “un milagro más”, otro de los tantos que Jesús hace en su vida pública? O quizás esa sensación rutinaria e incómoda que a veces nos invade al escuchar el texto otra vez… “¡Claro!, si esto no es otra cosa que lo que siempre nos dijeron… que hay que compartir lo que tenemos para ser buenos cristianos, no retener egoístamente lo que poseemos, como nos lo enseña Jesús”. Sin duda que estas son interpretaciones válidas y necesarias, pero muchas veces nos privan de una mirada más profunda; transformadora.

Hoy celebramos el Cuerpo y la Sangre de Cristo y la referencia del Evangelio parece ser una clara reminiscencia de la Última Cena. Jesús se hace pan y vino, partido y entregado, y es él mismo el que se hace ofrenda, en su Cuerpo y su Sangre.

Me gustaría que detengamos nuestra reflexión en un sólo aspecto de esta fiesta: en la transformación que se produce en nuestra vida cuando somos tomados y ofrecidos en las manos del Señor.

La situación parecía ser un tanto caótica. La multitud estaba cansada y había que despedirla. Los discípulos se ven sobrepasados porque físicamente era imposible satisfacer a todos con tan poco. Jesús no parece ayudar, sino que, al contrario, les “tira la pelota” a los discípulos. Uno hasta podría imaginar las miradas cruzadas entre Jesús y los suyos intentando responderse la pregunta “Y ahora, ¿qué hacemos?”… Sin embrago, hay un gesto que lo cambia todo. El Señor tomó en sus manos el pan, miró hacia el cielo, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio a sus discípulos.

El milagro es haber pasado por las manos del Señor. Jesús toma nuestra vida, nos toma en sus manos y nos hace volver a los demás transformados, transfigurados. Quizás el desafío más grande para nosotros hoy es, justamente, dejarnos transformar.

En la Liturgia tenemos un gesto que reproduce el sentido de lo que aquí queremos expresar. Durante el Ofertorio, en la Misa, lo que ofrecemos en el altar son dones de la tierra y del trabajo de los hombres. Ellos son nuestra humanidad representadas en el pan y en el vino, expresión de lo que somos. Simples y vulnerables, tal como podemos estar frente a quien nos conoce de verdad. Sin embargo, por la acción del Espíritu y puestos en las manos de Cristo, lo que somos se transforma en aquello que queremos llegar a ser: vida plena, transfigurada, atravesada de Dios, regenerada en Cristo y llamada a dar fruto para los demás. A veces pretendemos llegar a esto último sin pasar por el momento previo. Y suena razonable, ya que ponernos  en manos de Dios pasa necesariamente por identificarnos con Jesús: morir junto con él, ser partidos por sus manos. Y este no es un precio que, por lo general, estamos dispuestos a pagar. En la Tercera Semana de los Ejercicios Espirituales, San Ignacio nos pone frente a una de las peticiones más difíciles de la experiencia: identificarnos con Cristo para que, “muriendo con El, compartamos su vida en la Resurrección”. La muerte es lo último que deseamos y es lo que más tememos, pero en identidad con Cristo pasa a ser experiencia de purificación, de transformación. Como el metal que necesita pasar por el fuego para ser moldeado y dar un brillo eterno.

En esta fiesta del Cuerpo y Sangre de Cristo, Dios nos hace un llamado a la confianza. Ponernos enteramente en sus manos para que nuestra cotidianidad, nuestra ofrenda, nuestro trabajo y aquello con lo que cargamos día a día, lo vivamos DESDE Cristo, identificados con él. Podemos vivir esta invitación haciendo el ejercicio cotidiano de dejarnos tomar y bendecir por Dios. Saber que nuestra vida solo es un pedazo de pan, pero que en manos de Jesús se hace sacramento, se transforma en vida plena, partida y compartida con los demás.

Matías Yunes, sj
Estudiante Teología

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