Reflexión del Evangelio del Domingo 09 de Abril (Patricio Alemán, sj)

La liturgia de este día nos propone la lectura de dos textos del evangelio. Al comienzo de la celebración, alabamos la entrada de Jesús a Jerusalén con la bendición de los ramos. Luego, como evangelio del día, escuchamos la narración de la Pasión del Señor. Pasamos de acompañarlo con alabanzas, cantos de alegría y gestos de agradecimiento por su llegada; a escuchar su Pasión, teniendo actitudes similares a sus discípulos, movidos por el miedo o la incomprensión.

La Semana Santa es una ocasión para acompañar a Jesús desde su llegada a Jerusalén hasta su Muerte y Resurrección para que, en esa experiencia, nos dejemos interpelar en lo profundo de nuestro corazón. Se trata de un tiempo oportuno para dejarnos sanar y liberar de todo aquello que nos impide amar y amarnos como el Padre desea. Y así acercar nuestro corazón a tantas personas y realidades sufrientes, y salir de nuestra mirada estrecha y nuestro corazón encerrado.

Jesús entra a Jerusalén para celebrar la pascua judía junto a sus amigos y familiares. Ha enviado a algunos discípulos a que preparen la cena. Sabe que allí hay quienes desconfían de él y que están esperando la oportunidad para apresarlo. Sabe que su hora ha llegado. La hora de manifestar su Amor por los suyos hasta el extremo. Y eso mismo desea hacer Jesús al entrar en nuestros corazones: estar con nosotros, compartir la mesa y revelarnos su infinito Amor y Misericordia; no tiene miedo a lo que allí escondemos, a que lo rechacemos, lo entreguemos o lo abandonemos.

A veces deseamos que Jesús entre a nuestra vida y a lo profundo de nuestro corazón, pero sin “hacer lío”: que me traiga paz, pero que no me complique la vida. Que no me altere el corazón. Que no me hable de entregas, de cruces, de pasiones; de compartir o de amar hasta el extremo. Que se siente y se quede tranquilo.

Resulta un tiempo ideal para preguntarnos ¿cómo está mi corazón frente al de Jesús? Tal vez nos encontremos con un corazón dormido que no sabe cómo rezar o acompañar a Jesús; adormecido por la rutina, por el sin sentido y el tedio. O con un corazón lleno de dudas porque tiene miedo a perder la seguridad que ha conseguido, y por eso se esconde. O con un corazón cansado y dolido, que conoce de entregas amorosas pero que necesita ser reconfortado, abrazado y alimentado por el amor de Cristo.

El Señor no entra para juzgar, molestar o castigar. Al contrario: entra a Jerusalén -y a nuestro corazón, porque está dispuesto a ir hasta las últimas consecuencias para revelarnos Su amor; para compartir con nosotros Su vida, en medio de nuestros miedos y dudas. Para enseñarnos cómo amar a nuestra familia, a nuestros padres, a los hijos, a los amigos, a los enfermos, a los marginados y olvidados.

La entrada a Jerusalén -y a nuestros corazones, lo transforma todo: transforma nuestra mirada corta y egoísta en una mirada capaz de perdonar. Nuestras negaciones y traiciones en una invitación a volver a decir que sí. Nuestras cruces en lugares de vida.

Patricio Alemán, sj
Estudiante Teología

Fuente: Jesuitas Argentina-Uruguay

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